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El cambio educativo ante la innovación tecnológica: una mirada crítica

Cada vez resulta más difícil escribir sobre educación sin esquivar la tensión permanente entre apocalípticos e integrados. El conflicto es histórico. Así como abundan las quejas y lamentaciones ante la degradación general del sistema educativo, muy evidente -a menos que queramos autoengañarnos- en muchas escuelas, institutos y universidades, donde a menudo se viven situaciones desoladoras, proliferan también las visiones entusiastas con las que se pretende exhibir -a veces con un amplio repertorio de medios- experiencias un tanto pretenciosas, cuando no irrelevantes, vacuas o engañosas, al servicio de un bluf pedagógico disfrazado de optimismo que solo lo aguanta una infografía ingeniosa, el reportaje de un periodista o un opinador demasiado melifluo o una charla de quince minutos en el TED. Y poco más, que no es poca cosa en una época dominada por la cultura del espectáculo, la autopromoción y el impacto en las redes, sin que detrás se intuyan necesariamente los intereses de un buen negocio.


Por supuesto, no somos tan incautos ni vamos a descubrir ahora el interés de las grandes empresas tecnológicas, entidades bancarias, grupos de presión y la floreciente industria pedagógica -aunque lleve el nombre de ilustres pedagogos y pedagogas-, a la hora de defender la revolución educativa. Cuando sus representantes se afanan en criticar el sistema educativo, es sonrojante escuchar esas descripciones de un universo escolar concentracionario que solo existe en la imaginación de los más resentidos, especialistas en proyectar y desplazar hacia la escuela sus propios traumas. Si además adoptan en sus llamamientos al cambio la pose enérgica del emprendedor, hay que hacer un verdadero esfuerzo para creérselos. En el extremo contrario, donde encontraríamos a los abonados al victimismo, por ciertas que sean las escenas que muestran un paisaje educativo decadente, sumido en la dejadez de la administración, la desidia de las familias, la desconexión -a veces la violencia- de los alumnos y la rendición de no pocos profesores y profesoras, solo despiertan aburrimiento.


No vale la pena que nos entretengamos mucho en ello. Aunque les pese a los más críticos, la escuela -entendida en un sentido amplio- cuenta con un enorme trabajo paciente y modesto, llevado a cabo por miles de maestras y maestros ignorados, quienes, con sus gestos anónimos, acompañan el deseo de aprender de generaciones que se renuevan año tras año. Y no necesitan actos propagandísticos para convencer a nadie sobre la eficacia de sus métodos, entre otras cosas, porque jamás piensan en esos términos. ¡A saber qué es un “aprendizaje eficaz”! Por supuesto, sabemos también -porque lo hemos vivido- que tras esos gestos podemos hallar indiferencia, rechazo, burla o incomprensión, pero todo el mundo recuerda siempre a una maestra o a un maestro que lo acogió, que le dio un lugar, incluso en las circunstancias más penosas.


¿Cómo se construye este lugar en la educación actual? ¿Qué se espera de los alumnos y alumnas de hoy en día? ¿Y de sus maestros/as, profesores/as y educadores/as? En este artículo partimos de estas preguntas para poner el foco de atención en tres cuestiones principales: el papel que ocupa la tecnología en el campo de la innovación educativa, los efectos de un modelo pedagógico centrado en la adquisición de competencias y el impacto del discurso psi en las prácticas educativas actuales. Frente a estas cuestiones, cabe preguntarse cómo podemos sostener hoy el compromiso pedagógico hacia las nuevas generaciones.


La educación es un campo de batalla, un bien público en disputa del que debemos hacernos cargo. El Estado -los de arriba, para abreviar, los representantes de las instituciones de la gobenanza global y financiera y sus subalternos locales- legisla desde hace años para convertir la escuela en una empresa. La batalla pedagógica sirve a menudo para emmascarar lo que de verdad está en juego. No se trata tan solo del interés económico, sino de algo más profundo. Si hablar de educación hoy es también hablar de “capital humano”, de “competencia”, de “talentos”, etc. se entiende perfectamente de qué estamos hablando. ¿Cómo explicar, si no, esa hipersensibilidad de las clases medias -las más entregadas al deseo aspiracional a través de los hijos- hacia los discursos en torno a la innovación educativa? Habituadas como están a la retórica de los retos educativos del siglo XXI, son las más proclives a la hora de justificar y defender el discurso del amo. Puesto que hay que maximizar la inversión educativa, que sea en nombre de una educación acorde a la época, esto es, una educación atenta a las innovaciones tecnológicas, centrada en las competencias y no en los conocimientos y, sobre todo, solícita a las expresiones emocionales de una ciudadanía individualista y psicológica. Otra educación es posible, sin duda, pero para ello hay que apartarse de esos enfoques en torno a la educación y ponerse a trabajar -tal y como propone el admirado pedagogo francés Philippe Meirieu-, a partir de la cultura, “la única materia de la enseñanza escolar”.


Se nos achacará que no podemos ir en contra de los tiempos. No lo hacemos. Buscamos las brechas desde las que subvertir el discurso del amo. No se encontrará en este artículo una crítica pueril en torno a las tecnologías. En relación al modelo educativo basado en las competencias, existe ya mucha literatura que cuestiona su lógica instrumental. Finalmente, y ante las frivolidades que acompañan a la psicología positiva, que tanto está influenciando a las corrientes preponderantes de la emopedagogía, nos aprestamos a defender un compromiso que rehabilite la promesa educativa, un compromiso encarnado en nuestro comportamiento como educadores y educadoras, en el placer que sentimos cuando investigamos y estudiamos, en la alegría de conocer y, sobre todo, en el deseo de transmitir en tanto que mediadores del deseo de saber del otro. Lanzamos, pues, un reto, el reto que supone encarnar ese compromiso, que no es otro que el de dejarse comprometer, en este caso, por la educación, en la medida que sus problemas nos asaltan y nos interpelan.


Jordi Solé Blanch

Universitat Oberta de Catalunya





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