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De estar presente a tener presencia

La clase de 3ºA parece otra cuando entra en ella la maestra Isabel: están tranquilos, atienden a las indicaciones que les hace, realizan las tareas propuestas… Cuando Laura tiene algún problema y plantea conflictos, busca al profe Antonio porque con él se siente segura y se calma… Estas son situaciones que se dan con frecuencia en los centros.


A lo largo de nuestra trayectoria escolar, desde infantil hasta la universidad, conocemos a un gran número de maestras y de maestros. Una buena parte de ellos pasan por nuestra vida sin que recordemos siquiera su nombre o su rostro. Sin embargo ¿qué hace que recordemos a Isabel, nuestra maestra en infantil; a Antonio, que nos daba Sociales en Primaria; o a Carmen, la profesora de Literatura de Bachillerato? Nos atrevemos a decir que lo que nos deja huella es la relación que llegamos a entablar con ciertos docentes. Y así, podemos reconocer que amamos la literatura por la pasión que Carmen ponía en sus clases, o que Antonio confiaba en mí, o que Isabel me sentaba sobre sus rodillas cuando estaba triste.


La relación educativa es la vía que conecta a una maestra y a una alumna o alumno, en modo vivo, en cuerpo y alma podríamos decir. Es el nexo que materializa la responsabilidad que la maestra acepta sobre las vidas de las y los jóvenes; es el camino que cada estudiante requiere para aprender, para que su estar en la escuela posibilite su crecimiento. Y es que, como contamos en el artículo, “el propósito último de enseñanza no es el propio encuentro con la maestra, sino que este encuentro medie en el acceso a la cultura, a la palabra, así como en el proceso de subjetivación del alumnado” (p. 125).


Por eso la enseñanza, que se realiza siempre en grupo, nos pide transitar entre la pluralidad y la singularidad, requiriendo el encuentro vivo y de dos en dos, la maestra o el maestro con cada estudiante. Porque, aunque en el aula haya veinte o veinticinco estudiantes, lo que decimos o lo que hacemos se dirige a cada quien en singular. Y cada persona necesita sentir que es vista, que es escuchada, que es “alguien” para la maestra. Hay un dolor grande y un grave peligro cuando un alumno siente que no es reconocido, que no es nadie, que su docente no le ve, que no le afecta lo que le sucede.


Pero, como ha mostrado magistralmente Daniel Pennac (2008) relatando su propia experiencia de alumno “zoquete”, “basta un profesor -¡uno solo!- para salvarnos de nosotros mismos y hacernos olvidar a los demás” (p. 219). Nos hacen olvidar a aquellos que -continúa diciendo- “reducían a sus alumnos a una masa común y sin consistencia, <esta clase>, de la que solo hablaban en el superlativo de inferioridad” (p. 223). Y es que, para transitar por la escuela, y por la vida, con sensatez y bienestar, necesitamos la relación con maestras y maestros que se han hecho un lugar para nosotros, que son “alguien” en nuestra vida.


Son muchas las preguntas que nos abren estas cuestiones. ¿Qué hace que una maestra o un maestro sean memorables y se hagan, precisamente, presentes en nuestra vida? ¿Cómo logra una maestra o un maestro “conectar” con una alumna y convertirse en un referente de autoridad para ella? ¿Por qué una niña reconoce la huella que le dejó la maestra, mientras otra no recuerda su nombre? ¿Qué puedo hacer para que un niño confíe en mí? ¿Por qué las palabras que estimulan a un niño, a otro le frustran o le desaniman?


Estos son algunos de los interrogantes que -desde hace algún tiempo- nos llevan a indagar en la relación educativa, a plantearnos cuáles son sus cualidades y cuál es su papel en la enseñanza. En definitiva, es la pregunta por aquello que hace que una maestra o un maestro pase de estar presente en el aula a tener presencia y, con ello, tener la posibilidad de dejar huella en la vida de algunos alumnos y alumnas.


De estas cuestiones nos ocupamos en el artículo, en el que tomamos como referente algunas “escenas” de la relación de una maestra de primaria con dos de sus alumnas, para ayudarnos a pensar sobre la relación educativa y sobre el significado de la presencia de la maestra. Lo hacemos identificando tres gestos que nos permiten adentrarnos en la complejidad de la relación educativa sin desvirtuarla ni fragmentarla: i) la invitación de la maestra a la aventura de aprender, desde la confianza y el reconocimiento; ii) el acompañamiento, un estar ahí, en el lugar que la criatura necesita a la maestra, desde una distancia respetuosa y tentativa; iii) el retirarse necesario para que las niñas encuentren y ocupen su lugar, manteniendo una presencia solícita pero no invasiva.


Conscientes de que la experiencia de relación no se deja decir plenamente, tratamos -a través de estos gestos- de acercarnos a comprender qué significa para una maestra, para un maestro, transitar la distancia que separa el estar presentes del tener presencia.


Diego Martín Alonso

Nieves Blanco

Eduardo Sierra

Universidad de Málaga




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