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Una filosofía de la relación educativa: mediación existencial, transmisión y testimonio

  • editorteri
  • 5 nov
  • 4 Min. de lectura

Este artículo pretende volver a pensar un tema clásico de la pedagogía y de una reflexión filosófica de la educación: la relación educativa, entendida como un encuentro entre diferentes generaciones. Se trata de una relación entre temporalidades diferentes: el tiempo joven de los recién llegados al mundo y el tiempo adulto de los que ya estaban en el mundo para recibir a los nuevos. Este encuentro, se ofrezca o no en entornos escolares o universitarios, tiene que ver, con una mediación existencial, con una serie de actos de transmisión de saberes, y con un testimonio. Todo adulto educado da un testimonio al otro de carácter vital, existencial y estudioso: da cuenta de lo vivido, lo visto, o escuchado, lo leído y estudiado.


El texto trata, entonces. de pensar la tarea de educar como algo que tiene que ver, no con subir una escalera, sino con una relación enigmática y en parte misteriosa, cuyo propósito es ayudar a despertar en otro ser humano el interés por vivir una existencia adulta en el mundo. Aquí,  la mediación existencial de los adultos resulta central. La relación educativa se asienta en un pacto de carácter testimonial entre generaciones, donde la noción de autoridad presenta un carácter temporal.


Importa abrir un espacio para este asunto, en una época como la nuestra, donde la presencia, el cara a cara entre profesores y estudiantes, está viéndose erosionada en la medida en que las aulas dejan de ser aulas (esos espacios abiertos y cerrados al mismo tiempo de los que hablaba María Zambrano)  para ser otra cosa (hiperaulas);  y cuando  los libros, destinados a ser transmitidos, leídos y conversados, acumulan polvo en las estanterías de las bibliotecas que ya no se visitadas para leer en ellas, y se ven sustituidos por otro dipo de dispositivos electrónicos. Este artículo puede ser leído como un elogio de la escuela, esa vieja palabra que proviene del mundo griego (skholē) —término que significa ocio y separación temporal de los ritmos habituales del mundo— y que nació con el propósito de que quienes a ella acceden se preparen para el estudio esmerado de lo que el mundo les ofrece por mediación de sus profesores y maestros, en el seno de una relación destinada a ser algo singular y única.


En un mundo como el nuestro, con una creciente sensibilidad hacia lo que se llama inclusión o inclusividad —que hay que aplaudir en términos generales—, la gran excluida, desde el punto de vista de cierta reflexión filosóficamente atenta,  es precisamente esa relación de presencia entre adultos y jóvenes. En ella, la diferencia de las edades es de suma importancia en la escena y la trama educativa. Si las cosas materiales se obtienen con dinero, la educación, en cambio, se consigue con tiempo, dedicación y esfuerzo; para saber quiénes somos necesitamos toda una vida y el cuidado de otros (adultos responsables). Esta es una primera afirmación nuclear del artículo. La segunda es que la tarea educativa se sostiene en la creencia de que el porvenir de una vida en formación nunca está cifrado de antemano. Somos herederos, y volver efectiva esa herencia requiere de nosotros una constante tarea de conquista personal y subjetiva, y no una mera adaptación a entornos siempre cambiantes. Impredecible e imprevisible en sus efectos y en sus resultados, la educación se asienta en la responsabilidad, la confianza y la esperanza, que se confronta a determinismos oraculares.


Aquí reside la responsabilidad educadora: en el cuidado del recién llegado y en el cuidado del mundo. Al educar, transmitimos ese doble amor (por los recién llegados y por el mundo),  y ese doble cuidado; y, al hacerlo, influimos en el otro y establecemos una especie de pacto testimonial; pues el adulto que transmite da testimonio del mundo, es testigo de una era cultural que presenta al joven como un objeto de conversación. Y porque influye o puede influirlo, provoca algo en su interior. Históricamente, algunas teorías pedagógicas consideraron que toda intervención en la libertad del otro era manipuladora, y por eso resultaba rechazable. Sin embargo, es propio de la libertad dejarse influir de ese modo, porque la libertad es siempre receptiva y consiente que otra cosa se introduzca en ella provocando algo en su interior. Por eso hay que cuidar eso mismo que llevamos a un alma en formación.


Al autor de estas páginas le parece que un asunto central en todo esto consiste en no dejar sin herencia al que tratamos de ayudar a formarse. Esa es nuestra responsabilidad como adultos y nuestra obligación educadora con el mundo. Es una tarea de enorme importancia moral.  En lo que más importa, hay que admitirlo por humildad pedagógica, no sabemos nada de nuestros hijos ni de los jóvenes a los que intentamos ayudar a madurar y hacer crecer. Como padres, a lo mejor llegamos a la conclusión de que no necesitamos comprender enteramente a nuestros hijos para saber que los amamos. Custodian sus propios enigmas, y su destino es abierto y no fijado de antemano, como por el contrario le ocurre a Edipo a la vista del Oráculo. Somos próximos, en una diferencia absoluta, de nuestros hijos. Y en esa diferencia aprendemos a amarlos e insistimos en ese amor. Así que cuando se marchan,  no nos queda otra que espera un regreso posible, y si llegan, dejaremos que hablen si desean hacerlo. Estará bien guardar silencio  simplemente escucharlos, sin hacer muchas preguntas. El autor de estas páginas tiene la impresión de que lo que ha escrito está dedicado a su propio hijo, aunque nunca lea estas líneas.


Fernando Bárcena Orbe

Universidad Complutense de Madrid


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