Se trata, a nuestro juicio, de formas muy limitadas de entender la participación, puesto que ahondan en un sentido instrumental y funcional a la reproducción de un sistema educativo que tiende a su reducción en gasto público, que plantea ampliar el poder socializador y sus mecanismos de conocimiento hacia las familias o comunidad indígena y no al revés. Es decir, debería, al contrario, y al menos en regiones indígenas, tratarse más bien de una participación que resalte el papel de las familias como sujetos activos y propositivos en el aprendizaje de sus hijos e hijas y en las definiciones escolares, vinculando el conocimiento comunitario y sus epistemes con otros desde un punto de vista dialógico y plural o considerando que la participación en la definición de las prácticas educativas es parte fundamental del ejercicio del derecho a la autonomía que diversos documentos normativos al interior del país reconocen para los pueblos indígenas.
El extracto inmediatamente anterior pertenece al artículo publicado por nuestra revista en su último número Participación comunitaria en educación: reconfiguraciones de lo escolar y de la participación social, elaborado por la profesora Yolanda Jiménez, de la Universidad Autónoma Benito Juáres de Oaxaca (México) y por el profesor Maike Kreisel, del Instiut für Bildung im Kindes-un-Jugendalter (Alemania. En él sus autores analizan una experiencia de participación escolar comunitaria en una escuela secundaria de Oaxaca (México), la cual se contrapone a otro tipo de participación, fomentado de manera generalizada y mucho más común, pero que se aleja bastante de lo que cabría entender por una participación real.
Vivimos en un contexto político y educativo donde la participación entra dentro de lo políticamente correcto. Se nos transmite, de manera generalizada, la conveniencia de que nuestros espacios, ya sean públicos o privados, tengan un carácter democrático. Esto hace de ellos lugares con una mayor riqueza, donde todo el mundo está incluido, donde cada miembro es tenido en cuenta, haciéndole sentir que tiene algo que aportar. La escuela no ha quedado atrás a este respecto, siendo debido a ello que desde hace años no deja de fomentarse, de diversas maneras y a través de múltiples estrategias, la participación de las familias y otros agentes relacionados con la educación en el devenir de las instituciones escolares. Es importante que las escuelas formen parte de la vida cotidiana del entorno y que el entorno, lo local, se vea también reflejado en sus aulas.
Ahora bien, tal y como sostienen los autores de este trabajo, no pueden considerarse todas las formas de participación por igual. Ellos, contextualizando su discurso en México -pero con argumentos aplicables a cualquier otra parte del mundo-, hablan de un tipo de participación generalizado que no deja de ser instrumental, que consiste meramente en la ayuda de familias y otros agentes externos a la escuela a la hora de instruir y educar a niños y niñas, pero sin ningún tipo de papel en la elaboración de los planes de estudios y de los contenidos que se estén trabajando. Esto hace que, la participación, aparentemente real, en el fondo no lo sea. Cuando uno participa, uno forma parte. En cambio, cuando uno se limita a servir de apoyo a algo que ya está previamente dado y que no ha contado de ningún modo con él para su desarrollo, no forma parte, no participa, sino que simplemente colabora. Colaborar no es participar, pues se hace desde la distancia, de forma separada, como algo ajeno. Participar solo puede hacerse desde dentro y para ello uno debe estar involucrado en el espacio del que se trate en cuestión desde sus mismos cimientos.
Ellos ponen el ejemplo de escuelas secundarias en Oaxaca donde la comunidad indígena sí está participando, lo cual implica la presencia de familias y otras personas relevantes para la comunidad en los planes, la organización y todo aquello que tenga que ver con la formación. De esta forma, saberes populares, propios de la comunidad indígena, que nunca formaron parte de la educación formal, la cual desde un punto de vista asimilacionista, solo se preocupaba por transmitir conocimientos derivados de la cultura dominante, por primera vez tienen cabida. Esto no quiere decir que estas escuelas desechen todo aquello que venga de Occidente, sino que, ahora se acercan a ello desde su propia cultura ancestral, diferente, pero igual de válida. Aquí se produce un verdadero diálogo intercultural, con tensiones, pero también con acuerdos. Aquí se da una verdadera apropiación de la escuela por parte de la comunidad, así como una verdadera presencia de la comunidad en la escuela, de modo que los niños, educados en su mayoría siguiendo una tradición indígena, no se sienten extraños en ella, sino que adaptan ese espacio como uno más de su cotidiano, lo cual es esencial para un futuro éxito académico y personal.
Este artículo es sumamente recomendable pues, en el terreno de lo educativo y de lo escolar, no basta con animar a las familias y otra serie de agentes a participar, sino que hay que pensar muy bien qué queremos decir con participar, a qué nos lleva entenderlo de esta manera y no de otra y cuál es la mejor forma de entenderlo por el bien de nuestros niños y niñas, quienes al final deben ocupar el lugar central de nuestras disquisiciones acerca de lo escolar.
Alberto Sánchez Rojo
Universidad Complutense de Madrid
Editor Asistente de Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria
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