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La educación en el Antropoceno: posibilismo versus utopía

Denominar Antropoceno a la actual fase del periodo Cuaternario, aún sin desconocer la controversia que suscita (hay quien la considera una fase integrada en el Holoceno; otros separada y con entidad propia), presenta ventajas para la reflexión pedagógica. Llama la atención sobre los cambios significativos y exponenciales que la humanidad, como especie dominante -por su magnitud demográfica y el poder de su tecnología-, está produciendo en las condiciones de la vida en el planeta; a criterio generalizado de los científicos sin posibilidad de retorno.


Con el término queda esbozado un nítido escenario para la reflexión y el debate sobre las relaciones entre los seres humanos, la naturaleza y la tecnología. Un trípode que, como defiende Cózar en su obra ‘El Antropoceno. Tecnología, naturaleza y condición humana’ (la Catarata, 2019), nos sitúa en el ámbito de las humanidades ambientales, un campo de carácter interdisciplinar que propicia el diálogo de efectos sinérgicos entre las ciencias naturales (ecología, geociencias, etc.), las disciplinas sociales y las humanidades tradicionales.


El Antropoceno nos resitúa ante una realidad que obliga a mitigar (evitar que se incremente el proceso de cambio global) y adaptar los usos sociales a las modificaciones irreversibles que ya se han producido. En ambos casos, un reto para la pedagogía y un llamamiento que espolea el pensamiento ético y la reflexión moral, imprescindibles para la educación.


El modelo de educación que responde a este desafío se sitúa en un contínuum, entre el posibilismo y la utopía. En el primer caso, contamos con el reformismo impulsado por los Organismos Internacionales, que han consolidado el término ‘educación para el desarrollo sostenible’; en el segundo, se encuentran las posiciones utópicas cuyo referente es la versión más crítica de la ‘educación ambiental’, el movimiento pionero de la educación por la sostenibilidad nacido en los años setenta del pasado siglo.


Al igual que los mundos imposibles dibujados por Escher estimulan la imaginación y la creatividad, la utopía abre ventanas hacia el progreso moral. Un progreso que hoy requiere, ineludiblemente, desterrar la conciencia de dominio sobre la naturaleza, promovida por la civilización occidental en los últimos siglos. E, incluso, obliga a superar el reconocimiento de dependencia para adoptar el ‘humanismo de pertenencia’ del que nos hablan García Carrasco y Donoso González en un reciente artículo publicado en el número 59 de la revista Edetania (pp. 39-60).


La posición hoy dominante en el escenario internacional está liderada por la Unesco. Este organismo de Naciones Unidas, en diálogo con otras instituciones internacionales, cumple la función de orientar los sistemas educativos hacia la innovación y el cambio en el marco de los grandes consensos sociopolíticos. Hoy promueve la Agenda 2030 (ONU, 2015) que, en su ODS 4, dedicado a la educación, señala sin paliativos la necesidad de una ‘educación para el desarrollo sostenible y la ciudadanía mundial’ (meta 4.7). Apuesta por un modelo estándar que pueda ser ajustado a distintos contextos socioculturales.


Siguiendo la estela de estas posiciones, el texto del artículo que da pie a esta entrada destaca dos principales aspectos: el énfasis que los Organismos Internacionales sitúan en la finalidad transformadora del proceso educativo y, en segundo lugar, las competencias cuya formación señalan como un objetivo prioritario de la educación.


La finalidad transformadora, orientada al cambio de actitudes y valores, se concreta en el compromiso activo por el bienestar y la sostenibilidad universal. Para alcanzarla, se requiere un aprendizaje transformador que, mediante el ciclo anticipación-acción-reflexión, logre profundizar en la comprensión del mundo y cuestionar sus estructuras; y aboque a la mejora continua del pensamiento y la acción. Transcurriría en paralelo con una transición interior, personal, cimentada en los valores de la Carta de la Tierra, referente axiológico de la educación por la sostenibilidad.


Respecto a las competencias que la educación ha de procurar, en el artículo se revisa la tipología que la OCDE recoge en su documento Learning Compass (2019), actualización de su anterior propuesta (DeSeCo, 2005) en su día referente de la educación basada en competencias. Así mismo, se analizan los aspectos significativos de las competencias en sostenibilidad que, desde una perspectiva más humanista, Unesco promueve (2014; 2018). Finalmente, a partir de la consideración reflexiva de ambas tipologías, se proponen como complementarias las denominadas por Edgard Morin (2016) ‘competencias existenciales’, que apuntalan el núcleo más radical de la persona.


Estas últimas son imprescindibles para una educación de calidad, verdaderamente transformadora, que afronte radicalmente la gravedad y urgencia de las actuales problemáticas socioecológicas. Cuentan con un sustrato antropológico afín al humanismo biocéntrico, comprometido con la responsabilidad moral que obliga a preservar la dignidad de la vida, de toda vida, en su extraordinaria diversidad.


La innovación paradigmática que supuso la emergencia de la educación por competencias ha traído, al igual que acontece con las múltiples educaciones adjetivadas, una verdadera proliferación de tipologías, con profusión de denominaciones que comparten en buena medida los elementos que las conforman. Competencias digitales, competencias lingüísticas, competencias cívicas, competencias en sostenibilidad, competencias existenciales, etc., tienen en común determinadas habilidades, valores, destrezas o capacidades, entre otros elementos. Y es también común el propio concepto de ‘competencia’. Con las distintas denominaciones lo que realmente se refleja en cada caso, es el énfasis concreto que el proponente desea destacar.


Desde una perspectiva profesional resulta obligado el uso que la pedagogía hace del lenguaje técnico; permite expresar y matizar los conceptos con precisión. Pero, en la medida que la educación pudiera considerarse un arte, posibilismo y utopía se funden hasta el punto de que cabe utilizar el lenguaje no especializado, el lenguaje común. Cierro, pues, el texto con las conocidas palabras de Celaya, especialmente dirigidas a las educadoras y educadores; profundas en su sencillez y plenamente vigentes en el Antropoceno:


Educar es lo mismo / que poner un motor a una barca, / hay que medir, pensar, equilibrar, / y poner todo en marcha.
Pero para eso, / uno tiene que llevar en el alma / un poco de marino, / un poco de pirata, / un poco de poeta, / y un kilo y medio de paciencia concentrada.

M.ª Ángeles Murga-Menoyo

Universidad Nacional de Educación a Distancia, UNED (España)


Imagen: "Evocando a Escher: Relatividad (1953)"

Autor: Luis Sacristán Murga

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