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La escuela: lugar de significado y compromiso

¿Sigue siendo la escuela capaz de formar a las personas para los desafíos del mundo actual? Esta en la pregunta que se plantea el artículo. Distintos fenómenos parecen mostrar la existencia de un cierto recelo ante la institución escolar. Los debates en torno a cuestiones como el pin parental o los deberes, el interés creciente de las familias por propuestas educativas como el homeschooling o acusaciones que llegan, incluso, a afirmar que la escuela podría estar lastrando el desarrollo de importantes competencias como la creatividad, son acontecimientos que ponen en duda la pertinencia, vigencia y sentido de esta institución. Ante esta situación, distintas voces reclaman a la escuela su adaptación a las necesidades contemporáneas poniendo una gran esperanza en la introducción de nuevas metodologías. ¿Es, por tanto, la actualización de la escuela una cuestión de modernización de métodos? Una mirada rápida a las escuelas innovadoras más exitosas del mundo podría ofrecer una vasta colección de prácticas pedagógicas exportables a otros contextos. Sin embargo, un análisis en detalle de estas instituciones ofrece una clave de gran importancia: el éxito de estas escuelas no radica tanto en haber encontrado grandes fórmulas para el ejercicio de su labor, como en haber tenido clara su misión; siendo, por tanto, un conocimiento preciso de sus fines lo que ha guiado su exitoso proceso de innovación. Hoy, las escuelas luchan por resistir tres presiones que, bajo una apariencia de actualización, pueden llevar a un peligroso desdibujamiento de sus fines: la presión del hacer, el énfasis del facilitar y la popularidad de la autonomía.


En primer lugar, encontramos la presión del hacer. En la era de la información, cabe preguntarse si tiene sentido seguir aprendiendo contenidos que los alumnos pueden buscar con un simple click. Este pensamiento muy presente en el imaginario colectivo de una sociedad que, idolatra la técnica y donde la verdad parece sinónimo de opinión, lleva a primar la importancia de un aprendizaje de competencias de tipo práctico. Sin embargo, este pensamiento olvida, al menos, dos consideraciones fundamentales sobre el hecho educativo. Primero, un auténtico saber hacer requiere ser capaz de entender el entorno y el fin en el que se enmarca una determinada acción, contextualización que solo es posible a través de un conocimiento de tipo ético que se alcanza a través de la transmisión cultural. Segundo, equiparar el aprendizaje de un contenido al mero conocimiento de una información supone olvidar que la verdadera formación implica una transformación, es decir, la adquisición de un contenido produce un cambio personal en aquel que lo aprende.

En segundo lugar, observamos la presión del facilitar. En los últimos años, las bajas de docentes por ansiedad y depresión experimentan una tendencia alarmantemente creciente, lo que hace necesario reflexionar en torno a las causas de este fenómeno. ¿Es un trabajo cada vez más difícil?, ¿los niños ya no son como antes?, ¿se trata de una cuestión simplemente de mejora de las condiciones laborales o, más bien, se trata de una cuestión sobre el quehacer laboral en sí mismo? En los últimos años, se ha desdibujado la que hasta entonces había sido la respuesta clara a la misión de un maestro: transmitir un saber, un saber que abre al otro a nuevos horizontes, que le abre a un conocimiento que le permite una comprensión profunda de la realidad. Esta misión se describe ahora con expresiones como organizar situaciones de aprendizaje o facilitar contenidos. Estas expresiones difuminan el marco de la acción educativa, generando graves problemas en la comunidad educativa. Así, el profesor no sabe ya qué se espera de él, la relación educativa con los alumnos se altera en una horizontalidad perjudicial y los padres generan expectativas y reclamos hacia el maestro desajustados de su misión.


Por último, se halla la confusión en torno a la autonomía del alumno, ante la que cabe preguntarse si la autonomía ha de situarse como condición o como meta de la educación. Ante algunos fenómenos que se observan en la infancia relacionados, por ejemplo, con la desmotivación para aprender se reclama la importancia de dar al alumno autonomía. Así, debe ser el estudiante quien decida qué y cómo aprender, gozando de autonomía para dirigir su proceso de aprendizaje. Esta concepción de la autonomía ligada a la posibilidad continua de elección por parte del alumno acontece en un contexto en el que la libertad se conceptualiza frecuentemente también como la posibilidad de decisión. Sin embargo, es necesario reflexionar si la autonomía al igual que la libertad no está tan relacionada con el poder optar, sino con la permanencia en aquello que se ha elegido; apareciendo entonces la importancia de una formación integral en la que aspectos como la responsabilidad, el señorío de uno mismo o las virtudes juegan un papel esencial.


Estas tres presiones pueden confundir a la escuela y hacerla olvidar su fin más valioso: la transmisión de la cultura. Una transmisión que permite dar un sentido amplio al saber hacer, que ofrece al profesor un marco sólido desde el que ejercer su misión y que permite el desarrollo de la autonomía desde el ejercicio de la virtud. Hoy cuando la reflexión en torno a la educación nos invita a pensar en términos de eficacia de nuestras intervenciones educativas, se hace necesario recordar que la educación ha de pensarse, en primer lugar, en términos de fecundidad, es decir, en la capacidad de transformación personal de los estudiantes. Una transformación en la que la transmisión de la cultura como eje de la acción educativa guarda un papel esencial. Por ello, se hace necesario reclamar que la actualidad de la escuela resiste en la medida en que sea capaz de ayudar a los estudiantes a construir significados personales y comunes, en la medida en que les permita habitar comprensivamente la realidad, cultivar su propia interioridad y entender la libertad humana no se reduce a la mera apetencia, sino que cobra su pleno sentido al ponerla en relación con el bien común.


María José Ibáñez Ayuso

Universidad Complutense de Madrid

María Rosario Limón Mendizabal

Universidad Complutense de Madrid

Cristina María Ruiz Alberdi

Universidad Francisco de Vitoria





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