A continuación, Fernando Bárcena Orbe, Catedrático de Filosofía de la Educación en la Universidad Complutense de Madrid, nos introduce de manera resumida las principales ideas de su texto recientemente publicado en nuestra revista y cuyo título es precisamente el mismo que el de esta entrada: La intimidad del estudio como forma de vida
¿En qué consiste una vida estudiosa, una vida dedicada a estudiar? ¿Cuáles son los ritos del estudio, sus ritmos, sus modos, sus maneras y sus hábitos? ¿Cómo es su cuarto de estudio del estudioso? ¿Cómo se organiza el tiempo y los horarios? ¿Cómo son las noches de los estudiosos y cómo sus jornadas? Estas preguntas sostienen las pretensiones teóricas de este ensayo sobre el estudio, y sugieren una tesis que conviene explicitar cuanto antes, pues la misma proporciona un contraste y una tensión con nuestro presente.
Pues en el contexto del discurso de la «sociedad del aprendizaje» sin duda se pueden aprender muchas cosas, pero (y esto es importante) sin necesidad de haberlas estudiado con atención y demoradamente, en el sentido en que consideraré aquí la palabra «estudio». Al menos en lo que se refiere a las instituciones de educación, nuestra época se siente orgullosa de nociones tales como «aprendizaje» (y otras, como «aprender a aprender», «aprender a lo largo de toda la vida», «emprendedurismo»), pero vuelve impensable la palabra estudio. Como ha escrito Masschelein en su ensayo «The Discourse of the Learning Society and the Loss of Childhood», «la noción de aprendizaje (y de aprender a aprender) ha llegado hoy a ser la noción central en el discurso educativo y sociopolítico. Por una parte, el aprendizaje tiene que ser considerado como la actividad socialmente más importante de la que depende la supervivencia de los individuos y la sociedad. Por otro lado, la misma realidad pedagógica es objetivada en términos de aprendizaje (y no en términos de Bildung, por ejemplo)». Desde esa fecha, sino antes, la revisión de lo que Gert Biesta llamó «auge del lenguaje del aprendizaje» ha venido promoviendo un replanteamiento de la misma idea de la experiencia educativa. La noción de «estudio» ha resultado ser uno de los tópicos que recientemente más se están explorando.
La indagación que este ensayo propone ha de conducirnos al análisis detenido de un concepto (el estudio) que tiene que ver tanto con una actividad como con un espacio (el Studiolo, cuyo origen se remonta al renacimiento italiano) habilitado para que el estudioso (o el estudiante) se exilie un poco al margen del ritmo habitual del mundo. Entregado a sus afanes, el estudioso establece una suerte de intimidad con algo de lo que no le resulta fácil desasirse, ejercitándose en una soledad en la que se instruye en el arte de la lectura y la escritura de anotaciones. Las anteriores preguntas, entonces, dan cuenta de una particular fenomenología del estudio, una actividad enlazada con la larga historia en la que la vida estudiosa parece insertarse.
El punto de partida aquí es doble. En primer lugar, con la expresión «forma de vida» remito a la antigua tradición grecolatina que entendía la actividad filosófica como un «ejercicio espiritual», como un «arte de vivir», o como un «cuidado de sí». En su curso del Collège de France Hermenéutica del sujeto, Foucault señala que si la filosofía es la forma de pensamiento que se interroga acerca de lo que permite al sujeto tener acceso a la verdad, la «espiritualidad» no sería sino «la búsqueda, la práctica, la experiencia por las cuales el sujeto efectúa en sí mismo las transformaciones necesarias para tener acceso a la verdad». En el estudio también se operan esas transformaciones en el sujeto estudioso. La tradición antigua que puso el énfasis en la importancia del «cuidado de sí» (epimeleia heautou), frente al «conocimiento de sí» (gnothi seauton), en la preeminencia, finalmente olvidada por la modernidad, del «momento socrático» (que pone el acento en la transformación de uno mismo), frente al «momento cartesiano» (que pone el acento en el conocimiento), lo que viene a sugerirnos es que lo que los griegos denominaban «espiritualidad», dicho otra vez con Foucault, «postula que la verdad no se da al sujeto como un mero acto de conocimiento[…] Postula que es preciso que el sujeto se modifique, se transforme, se desplace, se convierta, en cierta medida y hasta cierto punto, en distinto de sí mismo para tener derecho de acceso a la verdad».
La expresión «forma de vida» la usa frecuentemente Giorgio Agamben, y con ella indica (por ejemplo, en su obra El uso de los cuerpos) que «una vida que no puede separarse de su forma es una vida para la cual, en su modo de vivir, está en juego el vivir mismo». Aplicada esta fórmula al caso del estudio, diremos que el estudioso, en su afán estudioso, hace de su actividad (el estudiar) un estilo de vida que configura su subjetividad misma de estudioso. Me interesa destacar especialmente, ha de insistirse en ello, la dimensión íntima de esa particular forma de vida. «Íntimo» (del latín, intimus), es lo «muy» o lo «más interior». Lo íntimo consiste en una experiencia que nos retrae de los otros y nos coloca en estrecha relación con nosotros mismos. En la experiencia de lo íntimo se quiebran las relaciones tradicionales del adentro y del afuera, ubicando al sujeto es un retiro a salvo de las miradas de los demás. Intimar con alguien, o con algo, sería abrir un espacio más profundo dentro de uno que permite la entrada de ese alguien o de ese algo. Hablar de intimidad, en fin, no es hablar de asuntos meramente privados, sino de intensidades.
En segundo término, la aproximación que aquí se ofrece a la intimidad del estudio se sostiene en una imagen determinada. Como Penélope, que teje y desteje cada día una tela funeraria para su suegro Laertes, mientras espera el regreso de Ulises, el estudio es, también, una actividad interminable en la que, en cada jornada, el estudioso repite los mismos gestos (en el leer, el pensar y el escribir). El gesto de Penélope es una audacia: en ese acto resiste el acoso de sus molestos pretendientes. Estudiar es un gesto de resistencia. El estudio, diremos, no tiene fin, y además su final no se atisba en el horizonte. Es una vocación, e incluso podríamos decir que es una devoción que da forma a un modo de ser.
El tema de este ensayo es infinito, y presenta múltiples ramificaciones, históricas, literarias y filosóficas. Ortega y Gasset, por ejemplo, en la primera lección del curso Unas lecciones de Metafísica, ya apuntaba al estrecho vínculo entre el estudiar (del estudiante) y la íntima necesidad ha de tenerse del estudio, para que no resulte algo espurio. Ortega refiere una menesterosidad (del estudiante) que emerge de su curiosidad intrínseca, y que se vuelca en un cuidado, en una «preocupación». Paulo Freire se refirió en La importancia de leer y el proceso de liberación a la dificultad del trabajo del estudio, que «exige de quien lo hace una postura crítica, sistemática. Exige una disciplina intelectual que no se adquiere sino practicándola». El punto de vista de Pierre Bourdieu es más complejo y también crítico con lo que denominó la «disposición escolástica». Siguiendo a Erwin Panofsky, Bourdieu cuestionó el moralismo de la razón escolástica, que vincula con la burguesía y su forma de vida carente de preocupaciones materiales. Su crítica viene asociada a su rechazo del intelectualismo, a las pretensiones de una razón soberana y a la supuesta libertad del creador. En sus Méditations pascaliennes, Bourdieu manifiesta una actitud muy alejada del perfil del productor de conocimiento tradicional, como él lo denomina, recluido en su «torre de marfil», y ajeno a las condiciones sociales que le proporcionan los privilegios necesarios para poner en práctica su actividad. En definitiva, Bourdieu trata de desmontar de alguna manera esa mirada indiferente a contextos y fines prácticos de los ejercitantes en el tiempo libre u ocio estudioso propio de la scholé, cuya forma institucionalizada no sería sino la «escuela». Finalmente, desde el plano de la crítica cultural, el estudio, como forma de vida, forma parte de una historia de las ideas que vincula al estudioso con la «vie du lettré», tal y como la refiere, en ensayo del mismo título, William Marx. Este libro narra la vida de estudiosos y letrados que «no pertenecen al orden de las cosas», seres que leen libros y los coleccionan, que los editan, comentan, anotan, que los transmiten y los enseñan a las nuevas generaciones, pues «el pasado no se transmite por sí mismo. Hay que ayudarlo».
Estudiar con cierta atención y cuidado, con amor y dedicación, con modestia y grandes dosis de humildad, lo que deseamos transmitir después en el aula, hace que muchas cosas maduren en nosotros. Además, es un magnífico antídoto para dejar de pensar en nosotros mismos, de acuerdo con un ego —como el que ahora prolifera por doquier— hipersensible y al que todo le molesta y que, también en muchos «intelectuales», lo único que desea es lucirse. Y también es un buen remedio para no dar patinazos, cuando uno pretende hablar de lo que no ha estudiado con detenimiento.
Hoy nuestras instituciones universitarias están siendo vampirizadas por un proceso de infantilización que, como un virus letal, afecta tanto a jóvenes como a adultos, a estudiantes y a profesores, un virus que impide dicha conversación. El estudio invita al desacuerdo razonable, y eso permite, insisto, que la conversación se mantenga y se profundice. El desacuerdo invita a la discusión, mientras que la declaración «Me siento ofendido» la clausura de forma bochornosa y definitiva. Vivimos tiempos de conversaciones imposibles. A algunos de nosotros esto nos conduce a la melancolía, que es una pena que no tiene nombre: por eso nos encerramos a leer los libros que más amamos y a escribir en nuestros cuadernos de notas, a conversar de nuestras cosas con los pocos amigos que verdaderamente lo son y, mientras leemos a los clásicos, mantener una conversación con los difuntos. Cuando algunas de esas instituciones universitarias de las que hablo terminan por brindar espacios de relajación con juguetes blandos y mascotas para los estudiantes que sufren estrés ante los exámenes y otras ansiedades asociadas, sin duda, algo está pasando que debería darnos…a estudiar.
Fernando Bárcena Orbe
Catedrático de Filosofía de la Educación
Universidad Complutense de Madrid
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