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La materialización de la educación a través del cuerpo

Actualizado: 8 ene 2020

El ser humano es constituido en su cuerpo y este, a la vez, es constituyente del mundo social, subjetivo e intersubjetivo. El cuerpo hace posible que la existencia se viva, se padezca, se goce; es generador y generado por las relaciones que establece con los otros en un entramado simbólico que configura realidades. El cuerpo al mismo tiempo es fuente inagotable de sentidos y de significados, de relaciones éticas y morales que orientan el ser y el quehacer del ser humano en el mundo; del mismo modo, el cuerpo marca un límite entre las presencias y las ausencias, entre lo visible y lo invisible, entre el aparecer y la evocación. El cuerpo sitúa unas márgenes entre el tiempo y el espacio en las experiencias educativas que expone la fragilidad propia y del otro como revelación de una humanidad siempre en cuestión.

Este párrafo pertenece al primero de los apartados (preludio) del trabajo El cuerpo y el tiempo: márgenes del lugar y el no lugar en las experiencias educativas, publicado por los profesores de la Universidad Católica de Manizales Diego Armando Jaramillo-Ocampo y Luis Guillermo Restrepo-Jaramillo en el último número de nuestra revista. Con este artículo, sus autores pretenden reivindicar la importancia de la materialidad en el campo educativo, pues, a pesar de que tradicionalmente han sido primados los procesos cognitivos, cuando uno aprende, cuando se educa, cuando uno crece, no deja de hacerlo siempre como cuerpo presente, con una materialidad propia en un lugar en el que no sólo su espíritu, sino también su alma se enraíza.


Cuando se trata de pensar en educación, solemos dar suma importancia al discurso; esto es, a la transmisión en el sentido de cierta información que consideramos esencial que nuestros hijos y alumnos adquieran a fin de dar continuidad a un mundo cuyo mantenimiento no dependerá sino de ellos. Así pues, nos cuidamos bien de seleccionar qué tenemos que contar, cómo hacerlo y con qué objetivo. Tenemos claro que no queremos simplemente individuos instruidos, buscamos sujetos morales, conscientes de sí mismos, del mundo que les ha tocado habitar y con capacidad para poco a poco ir haciéndose responsables. Es por esta razón que, en casa, ponemos límites a aquello que nuestros hijos pueden ver y oír, ya sea en la televisión o en internet, y, en la escuela, aparte de toda una serie de materias instrumentales, introducimos contenidos relacionados con aspectos más espirituales. Ahora bien, tal y como sostienen estos autores, lo importante no es tanto el verbo como el cuerpo.


¿Qué sentido tiene que yo limite los contenidos a los que puede acceder mi hija en internet, si luego la dejo sola todo el rato con la pantalla sin prestarle apenas atención? Es probable que ella no acceda a páginas web que dañen su sensibilidad o violentas, pero estará creciendo en la experiencia del dolor del abandono y la indiferencia. ¿Qué sentido tiene que yo le diga a mi hijo que todos somos iguales, si cuando pasamos por la calle frente a un grupo de personas étnicamente diferente, le cojo la mano y le aprieto contra mí como si estuviésemos de algún modo amenazados? Podrá repetir cierto discurso de la igualdad, pero crecerá con miedo a determinadas diferencias. ¿Qué sentido tiene que yo diga a mis alumnos que para mí todos ellos son válidos y competentes, si luego en mis clases confío las tareas más complejas sólo a los más aventajados? Aquellos que no destaquen se formarán sintiendo en sus carnes la desconfianza de su maestro.


Estos ejemplos muestran hasta qué punto la educación es una cuestión no sólo de discurso, sino también, e incluso primordialmente, de cuerpo. De hecho, nuestra formación ética más profunda en tanto que sujetos morales, tal y como muestran los autores del artículo que aquí reseñamos, se realiza a través del cuerpo, en tiempos y lugares concretos, cuyo olor, sabor y tacto hacen que se transformen en nuestros y que nos sintamos parte de ellos. Ser capaz de mirar al otro, en su desnudez, como si de nosotros mismos se tratase, pero sin intentar definir y apropiarnos de aquello que lo hace único y diferente es el mayor de los aprendizajes y éste a través del discurso no es alcanzable. Es el cuerpo, el modo de mirar, el modo de tocar y de respirar lo que hará que las futuras generaciones sean humildes y honradas o, por el contrario, altivas y deshonestas. No pensemos únicamente en qué información transmitimos y en cómo lo hacemos, sino más bien en cómo nos hacemos presentes en un mundo que no es carne y es cuerpo.


Recomendamos este artículo a quien desee reflexionar en torno al papel del cuerpo en el campo de la educación; un papel muchas veces oculto e infravalorado, pero esencial desde el punto de vista de la formación moral.

Alberto Sánchez Rojo

Universidad Complutense de Madrid




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